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martes, 20 de mayo de 2008

Tucumán: el reino de las zambas más lindas de la tierra

















Nos relata Don Atahualpa Yupanqui…

Hacia el Norte: …el reino de las zambas más lindas de la tierra.

_Una noche los dioses pusieron en boca de mi padre la frase que habría de fijar definitivamente mi destino de chango agarrado al hechizo de la guitarra:


-¡Nos vamos a Tucumán!

Esa noche, la tierra desenredó todos sus caminos para ofrecérmelos. Florecieron todas las constelaciones de mi fantasía. Mi corazón se arrodillaba ante el Viento para jurarle amor v lealtad, y sumarse a la grey de buscadores de cantos perdidos. Desde esa noche comenzaba el llanto de la guitarra.


"Empieza el llantode la guitarra.



Llora, como llora el viento sobre la nevada.



Es inútil callarla. Es imposible callarla. . .




"Federico García Lorca

Partimos hacia el norte. No puedo precisar mis sensaciones cuando miré el potrero donde pastaban mis caballos preferidos. Y la alameda, y el callejón y los altos galpones y los paisanos trajinando.
Los pasajeros hablaban de asuntos que yo no entendía. La palabra guerra era extraña a mi mundo, aunque algo me hacía presentir su sentido terrible. Era en agosto de 1917, y un lento tren envuelto en polvaredas me llevaba hacia el norte de la Patria. Nadie hubiese sido capaz de disputarme mi lugar junto a la ventanilla, donde se me brindaban los más cambiantes panoramas.

La luz estaba llena de guitarras. Allí estaba mi academia, mi universidad. Y esa pequeña vihuela que llevaba junto a mí, parecía vibrar recibiendo quién sabe qué mensajes de amor y de pena, de gracia y soledad.
Anticipándome al embrujado coro de los coyuyos, penetré en la tierra santiagueña. Era como cavar profundo hasta hallar la raíz del árbol en cuya savia se nutrió mi sangre.
Mi Tata, comandando los anhelos de toda la familia, miraba hacia la selva en la media tarde caliente. Lo ganaba el pago hasta empañar sus ojos, mientras cruzaba ese país de algarrobos, pencales y quebrachos. ¡Su país!
Allá en el fondo de los montes, donde el misterio doraba sus mieles, dormían las viejas vidalas que alimentaron su corazón de quichuista.

Las pequeñas estaciones se escalonaban en la ruta. Real Sayana, Pinto, La Rubia ...
Multitud de changos asaltaban las ventanillas ofreciendo empanadas de pollo (al segundo bocado nos tropezábamos, con algún diente de vizcacha), pequeñas "catas", zorzales enmudecidos de terror, cigarrillos de chala y emplumadas pantallas.
La noche vino al fin, borrando esa pobreza que nos lastimaba, ese durar rodeado de nada, esa condición de vida que nosotros no podíamos remediar.

Cuando apuntó el alba, la tierra tucumana, como adivinando todo el amor que había de despertar en mí, tendió sus praderas verdes, idealizó el azul de sus montañas, y levantó su mundo de cañaverales, para recibir a un chango de escasos diez años que llegaba desde la lejana pampa inolvidable, con el corazón ardiendo como una brasa en el pecho, y una pequeña guitarra en la que tímidamente florecía una vidalita.

Empujado por el destino, protegido por el viento y su leyenda, la vida me depositó en el reino de las zambas más lindas de la tierra.

Yo llevaba un cuaderno, de apuntes, para anotar mis impresiones desde que abandoné la pampa en que nací. Pero no sé por cuál extraña razón, ese cuaderno no registró jamás una nota sobre Tucumán.
Quizá fuera porque todo lo que desde entonces he vivido en esa bendita tierra, había de quedar escrito en mi corazón.

Así anduve los caminos del Tucumán de aquellos tiempos; un Tucumán que luego viví durante muchísimos años y que ha cambiado u olvidado muchas costumbres que fueron tradicionales. Así transité sus arrabales, escalé su montaña, por la que un día rodé ante los ojos horrorizados de mis padres, por salvar una naranja que se me escapó de las manos.

Lo que hoy es Avenida Mate de Luna, se llamaba camino del Perú. Era un ancho callejón bordeado de tipas, yuchanes y moreras, que en aquel entonces contaba con un pequeño trencito para acercarse hasta donde hoy llaman La Floresta. Allí había una vertiente una pequeña feria. Las mujeres vendían empanadas, chancacas, Huesillos. Y había arpas y guitarras, sosteniendo la permanencia lírica de la zamba.
El viaje se hacía en volantas y coches tirados por caballos y mulas, hasta la misma falda del Aconquija. Y los apeaderos eran el Molino, la Yerba Buena y el arroyo de la Carreta Volcada. Y en estos lugares siempre se desangraba la copla. Porque a la sombra generosa de los algarrobos y aguaribayes, las guitarras tucumanas, incansables, pausadas, endulzaban la tarde. La música parecía agotarse, morir al final de cada zamba; y de nuevo renacía su manantial de saudades. Los rasgados eran precisos, suaves y firmes a la vez, quizá más fuertes en los primeros cuatro compases, que indican la iniciación de la búsqueda simbólica del amor, que ordenan el gesto de serena altivez antes de elevar el pañuelo; luego los rasgados cobraban una especial ternura, mientras el cantor resolvía las frases que cerraban la copla. Y ese era el momento en que el bailarín extendía el brazo, como si el ave blanca que su mano aprisionaba buscara un ademán de planeo y descenso sin prisa; como si el pañuelo quisiera contemplar su propia sombra en el suelo.

Estos detalles de la danza los escuché muchas veces cuando niño, y Dios sabe cuánto me han ayudado tiempo después, cuando todos los paisajes guardados en el alma, comenzaron a liberarse de mí en alas de las zambas que escribí para pagarle a Tucumán mi enorme deuda de emoción.

¡Aconquija!
He conocido después multitud.de montañas, infinitas cumbres, imponentes sierras. Pero ninguna tan llena de música como la augusta montaña tucumana de aquellos tiempos.
Por momentos creí que todo el Aconquija era una salamanca prodigiosa, en cuyas grutas guardaba su tremenda carga de cantares el Viento aquel, cuya leyenda me lanzó por el camino de las guitarras.

Mi gente estaba relacionada con algunos tucumanos residentes en la ciudad capital, en Tafí Viejo, en Ranchillos, en Simoca.
En las tertulias de los mayores era mi placer participar. Ellos trataban temas de la tierra, hablaban de hombres, de caminos, de paisanos y montañas, de antiguos arrieros, sucedidos, cuentos.
Así, hiciéronse familiares los nombres de Oliva, Jaimes Freyre, Ezequiel Molina, Valdés del Pino, Cañete, Rivas Jordán, Oliver. A ellos escuché por vez primera la voz "baguala", una tarde en que discutían sobre el canto de los Kollas. El maestro Cañete, músico de banda militar y autor de la “Zamba del 11", sostenía el nombre de "baguala". En cambio, Oliva se inclinaba por la denominación de "arribeña".

Pocas zambas y canciones llevaban un nombre definido.
Generalmente se las identificaba por alguna frase ya popularizada de su letra o estribillo, o de su región de origen, o del lugar donde fueran escuchadas. De ahí que muchas zambas alcanzaran notoriedad con el nombre de "La del Manantial", "La de Vipos", "La carreta volcada", "La Anta muerta", "La chilena monteriza”.
Muchas de estas zambas escuché. Y. luego, pasados los años volví a oírlas, aunque ligeramente cambiadas en su línea melódica, y con otros nombres. Y también supe que a la vejez se les aparecieron los "padres
Durante cien años, las bellas melodías tucumanas habían endulzado los. domingos del surco, sin que a nadie se le hubiera ocurrido apropiárselas. Los músicos se honraban con tocarlas o cantarlas. No estaban escritas. Se aprendían sin que nadie las enseñara. Es decir, se aprehendían. Eran canciones del viento, eran hilachitas halladas porque sí, se acercaban a las guitarras y a las arpas para adornar la tristeza, la nostalgia, el amor o la esperanza de los hombres.

Cada región tenía una modalidad particular, pero si existían cinco versiones de una misma zamba, todas ellas ostentaban un mismo carácter tucumano . Tenían "el mismo aire". Presentaban igual fisonomía; un corazón tiernamente dolorido, un discurso fácil y lógico, comprensible; una pequeña historia de amor y de ausencia, un azul empañado de gris; un espíritu dolido por la ingratitud, y siempre galano, cantando los asuntos de su juventud con la mejor pureza.

El hombre tiene un idioma. La tierra tiene un lenguaje. Y, en el canto popular, el hombre habla con el lenguaje de su territorio. En él se expresa el monte florido, el río ancho, el abismo y la llanura, aunque los versos no traten en detalle las cosas de la región. La música, la pura melodía, desenvuelve su canto y traduce "el pago", la región.
El hombre canta lo que la tierra le dicta. El cantor no elabora. Traduce.

FUENTE: EL CANTO DEL VIENTO. ATAHUALPA YUPANQUI (1965) CAP. III "HACIA EL NORTE"

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muchas gracias a la persona de buen sentimiento que publicó esta nota de Yupanqui ,soy tucumano y creo que sintetiza el sentir de muchos comprovincianos que pensamos que Tucuman es Zamba

Anónimo dijo...

Hermoso lo que leí, no nos alejemos nunca de nuestras raíces. Aún en medio de toda ésta tecnología se puede. Abrazos y ¡viva Argentina carajo!